martes, 7 de julio de 2009

JOSE MIGUEL VARAS RECUERDA UN MILAGRO HUMANO LLAMADO KATIA OLEVSKAIA


Katia
El 12 de septiembre de 1973, en una sala del pesado bloque de ladrillos de Radio Moscú, en la calle Pianitskaia 25, de la capital rusa, se tomó una decisión histórica. El golpe militar en Chile, el bombardeo de la Moneda, la muerte del Presidente Salvador Allende habían producido una profunda impresión en la Unión Soviética. En una reunión, en la que participaron las autoridades máximas del Radio Komitet, el organismo con rango de ministerio que tenía a su cargo las emisiones de radio y televisión del país y también, por cierto, las emisiones radiales para el extranjero, se acordó dedicar un programa permanente a Chile como expresión de solidaridad y apoyo al pueblo chileno sometido a una cruenta represión. En la reunión participó Volodia Teitelboim, el escritor y dirigente del Partido Comunista de Chile.

Hubo muchas propuestas de qué nombre darle al programa. Contó Katia:
“Yo le dije a mi compañero Chequini que debía leer conmigo esos programas: ‘Tú dices Habla Moscú y yo digo: Escucha Chile”’.

Así se inició la serie de programas diarios que se mantendría en el aire hasta el término formal de la dictadura, en 1990. Y en ellos estuvo la voz de Katia cada día. En 1989, le llegó la hora de la jubilación, aun cuando continuó todavía el año siguiente participando en las emisiones.

De Katia se han dicho esta tarde muchas cosas emocionantes y justas. Hemos escuchado su voz, los testimonios de quienes la escuchaban en Chile en los tiempos más tenebrosos de la dictadura, el mensaje conmovedor de la Presidenta Michelle Bachelet. El programa, que en los primeros tiempos se componía de noticias, principalmente sobre el repudio internacional a la dictadura, los comentarios de Volodia y diversos llamamientos d esperanza, lucha y resistencia, se “chilenizó” gradualmente, con la incorporación de periodistas, locutores y otros comentaristas chilenos, y logró en los años 70 y 80 una elevada sintonía en Chile, lo que permitió romper el bloqueo de la información impuesto por el régimen de Pinochet e insertarse como un factor moral y político de peso en la difícil pugna por la recuperación de la democracia en el país.

No es exagerado decir que Katia atravesó también ese proceso de chilenización. Su voz, tan especial, su manera emotiva y sobria de leer, su capacidad de dialogar con soltura y con propiedad sobre los temas chilenos de cada momento la convirtieron en una presencia entrañable para miles de chilenos y chilenas que en circunstancias a menudo difíciles sintonizaban Radio Moscú. En esos años nacieron y fueron bautizadas no pocas Katias, Katiuchas, Katalinas en poblaciones, pueblos y ciudades de Chile. Su voz… hemos dicho, era “tan especial”. Y con eso, no decimos nada. Era una voz femenina fresca, madura y juvenil al mismo tiempo, dotada de una musicalidad extraordinaria, que me parece producto de una cierta manera de emitir la voz que encontramos en mujeres, generalmente artistas, rusas o en general eslavas. No se percibían en ella inflexiones extranjeras. No tenía acento mexicano, ni español, ni ruso. El suyo era un castellano limpio y claro. Su lectura estaba siempre cargada de una emotividad y una calidez notables, que la hacían atractiva para los oyentes chilenos y producían un efecto de identificación. Nunca su lectura era opaca, impersonal o indiferente. Pero no se crea tampoco que exagerara los tonos y los énfasis de manera patética. La suya era una lectura inteligente.

Su relación con los chilenos que participaban en los programas llegó a ser una amistad tan estrecha que sobrepasaba en mucho lo que podría ser una amistad surgida de la tarea política compartida. Llegamos a sentirla como parte de una familia. Nos invitó a visitarla en su casa, para disfrutar de su famoso borch ucraniano, de sus ciruelas secas rellenas de nuez y envueltas en tocino, de sus blínchiki y sus empanadillas de repollo. Nosotros la invitamos a nuestra vez a nuestras casas, a nuestras fiestas de cumpleaños.

Pero, ¿de dónde surgió esta mujer? ¿Cómo se forjaron en ella esas cualidades humanas admirables? Será bueno, tal vez, tratar de evocar algunos aspectos fundamentales de su vida, posiblemente menos conocidos en Chile.
* * *
Katia, Ekaterina Borísovna Olevskaia nació en Kiev, capital de Ucrania, en noviembre de 1917, el mes y el año de la Revolución Rusa y vivió, como millones de sus compatriotas las alegrías, las tragedias y los avatares de los “años interesantes” del siglo XX. Su vida estuvo marcada por la historia y, desde sus inicios, por los viajes. O, mejor dicho, por las emigraciones. Y en su edad avanzada, después del derrumbe de la Unión Soviética, tuvo que partir de nuevo para comenzar de nuevo, de cero, a los 75 años de edad en un país lejano y desconocido, Israel.
En 1989 jubiló después de 53 años de trabajo como locutora de Radio Moscú, es decir, de las emisiones para el extranjero de la emisora estatal soviética. Pero no se alejó de inmediato de aquellas tareas, que amaba. En 1990 escribió y leyó ante el micrófono una serie de 42 breves charlas en las que contó gran parte de su vida. Tengo la suerte de haber conservado esos preciosos textos, escritos con soltura y ua gracia espontánea, que demuestran, además, sus dotes notables de periodista y escritora. Leeré partes de ellos y he sacado datos de otros. Nadie podría decir su vida mejor que ella.

“Corría el azaroso año de 1917. En unos cuantos meses, Rusia dijo todo lo que había callado durante siglos. De día y de noche estallidos de bombas, disparos, mítines interminables. […] En mi tierra de Kiev el poder pasaba diariamente de unas manos a otras. Hacía estrago en Ucrania el atamán Petliura”. Este era un caudillo cosaco que encabezó sangrientos pogroms (matanza de judíos). De paso, no está demás recordar que formó parte de aquellas huestes feroces el padre de un torturador bestial a quien hemos conocido en Chile: Miguel Krasnoff Marchenko.

Borís Olievski, el padre de Katia, era contador, llevaba los libros de modestos negocios. En medio de la guerra civil desatada, miles de familias ucranianas, rusas y bielorrusas abandonaban las aldeas y las ciudades del viejo imperio y emigraban a América, en busca de paz, la abundancia y libertad. También emigró la familia de Katia. Se embarcaron los cuatro, Katia, su padre, su madre y su hermano León en un mercante alemán con rumbo a Nueva York. Pero a medio camino el capitán informó a don Borís que el gobierno de Estados Unidos decidido no recibir más inmigrantes de Rusia porque la cuota ya estaba completa. El barco hizo escala en el puerto de Veracruz, México. Debían desembarcar allí. Pero surgió una de esas situaciones tan típicas del siglo XX que solemos llamar “kafkianas”: las autoridades mexicanas de inmigración les exigieron que mostraran 800 dólares, 200 por cabeza, como garantía de que podrían subsistir en ese país. ¿Cuál era la alternativa? Probablemente, ser deportados a cualquier parte o privados de libertad e internados, a la espera de un barco que pudiera llevarlos de vuelta a Rusia. Afortunadamente el capitán del barco, un alemán, la prestó al padre, sin pedir garantía alguna, el dinero requerido.

Así comenzó la existencia mexicana de Katia, que tenía entonces cinco años de edad. En México, aprendió castellano y recibió la educación básica en una escuela que se llamaba “Gabriela Mistral”. Como un presagio. Además estudió inglés en la American High School. Cuando cumplió 15 años un joven judío mexicano de origen ruso quiso casarse con ella. Su madre pensaba que si se casaba en México ya no regresaría nunca más a la tierra natal. Su padre desde hacía un tiempo, estaba pensando en regresar. A uno de sus hermanos que seguía en Ucrania, le mandó una carta preguntándole si había antisemitismo en la Rusia soviética, que en aquel período se afianzaba e iniciaba un camino de acelerado desarrollo económico. La respuesta fue categórica: “Eso se acabó.
Ahora somos todos iguales. Pero… el que no trabaja no come”.

Como en México no había embajada soviética, viajaron a Berlín para obtener la visa. Era el año 1932. Por las calles alemanas escuadras de jóvenes nazis con camisas negras desfilaban con prepotencia, atacaban a los judíos y asaltaban sus negocios. Eran los comienzos del nazismo pero varios amigos de su padre, judíos como él, les dijeron que se quedaran, porque el nazismo era una cosa pasajera. Pasaron tres meses en Berlín, esperando la visa soviética. Viajaron por tren a Kiev donde Katia sufrió los rigores del exilio. No sabía hablar ni leer ruso, no tenía ropa adecuada para el invierno. Se instalaron en una “vivienda comunal” propia de aquellos tiempos: un caserón en el que convivían varias familias, cada una en una sola habitación, y en que la cocina y el baño eran comunes. En cada cuarto había una estufa a leña. “En el invierno yo me pasaba el día abrazada a la estufa, tenía un frío terrible”, contó Katia en una de sus charlas radiales.

En fin, para hacer corto un largo cuento, consiguió trabajo en la empresa estatal de turismo Intourist y le tocó viajar a Moscú en 1937, en calidad de intérprete, acompañando a una delegación de campesinos españoles, enviado por el gobierno republicano para que introdujeran el cultivo del olivo y del durazno en una de las regiones del sur. Era una expresión de solidaridad en respuesta al apoyo de la Unión Soviética a la causa republicana. Los alojaron en el monumental Hotel “Moscú”, que a Katia le pareció suntuoso, hizo de traductora en varias reuniones de sus españoles con expertos del ministerio de Agricultura y los acompañó a Radio Moscú, donde los entrevistó el argentino Luis Chequini, entonces el único locutor de los programas para España y América Latina. Chequini había sido en su país dirigente sindical ferroviario. A raíz de una huelga pasó a la clandestinidad y finalmente tuvo que salir ilegalmente de su país. En Moscú vivió el proceso de su transformación en periodista y hombre de radio múltiple. Su capacidad de trabajo era asombrosa: redactaba, las noticias, traducía materiales del ruso, escribía comentarios y luego leía todo eso ante el micrófono. Percibió de inmediato las cualidades de Katia, su inteligencia, su dominio del castellano, su voz; se dirigió a ella sin rodeos: “Véngase a Moscú a trabajar conmigo. Es una labor muy interesante y necesaria. Estoy solo, absolutamente solo. Usted leerá los programas conmigo”.

En Radio Moscú pasó Katia los 53 años siguientes, hasta su jubilación, en 1989. Su voz, junto a la de Chequini, informó sobre el proceso de construcción del socialismo, los planes quinquenales; le tocó hablar de la guerra civil española, del expansionismo hitleriano a través de oda Europa y, desde 1941, la invasión de la Unión Soviética por el ejército alemán se convirtió en el tema principal. Pero la radio no sólo emitía partes de guerra. También poesía y música porque, además de informar a los oyentes de otros países, muchos de ellos sometidos a la ocupación hitleriana, trataba de infundirles ánimo y esperanza, decisión de resistir y de luchar. Radio Moscú llegó a adquirir una inmensa sintonía tanto en la España de Franco y en la Europa ocupada por los nazis, como en otros continentes. Hemos escuchado a chilenos y chilenas de edad muy avanzada recordando con emoción, medio siglo después, hoy aquellas transmisiones del tiempo de la II guerra mundial, cargadas de emoción y de espíritu heroico.

Katia relata: “Los locutores discutíamos como era necesario leer las informaciones sobre las batallas, sin patetismo ni desesperación, sin angustia pero a la vez sin indiferencia. Yo personalmente creo que la indiferencia en la lectura es imperdonable”. Y agrega: ”Las emisiones de Radio Moscú no se interrumpieron durante la guerra ni un solo día. Vivíamos en el mismo edificio de la radio, que los nazis estaban empeñados en destruir. Una vez incluso cayó una bomba en uno de los patios, pero el daño fue insignificante. El más perjudicado fue nuestro compañero Luis Chequini porque se le cayó la máquina de escribir”.

“Durante aquellos años -sigue Katia- no solo era locutora, sino también traductora, mecanógrafa, limpiadora, cocinera; en fin, lo que se necesitara. Hacía frío en las oficinas y en los estudios. No había calefacción y ustedes saben cómo son nuestros inviernos en Moscú, a veces con 25, 30 o más grados bajo cero. De mi ración de pan yo siempre dejaba un trocito para cuando me acostara. Terminábamos la jornada a las seis de la madrugada. Antes de meterme a la cama, con el abrigo puesto, claro está, yo me comía ese trocito de pan y así sentía menos frío. En invierno amanece muy tarde y oscurece temprano. Las luces de las calles no se encendían por el peligro de los bombardeos. Las ventanas estaban siempre bien tapadas con mantas oscuras.[…] La gente era como una sola familia muy unida. Muchos hombres y mujeres estaban dispuestos a no dormir y hasta a no comer con tal de ayudar de algún modo, dar algo más para los que combatían y mandar al frente guantes o calcetines de lana o lo que fuera. En la Radio en aquellos días de invierno yo llevaba siempre puesta una ushanka, es decir, un gorro de piel con orejeras. Pero, cuando iba al estudio a leer lo programas, tenía que quitármela porque me tapaba las orejas. Entonces dejaba el gorro sobre mi escritorio. Cuando volvía a veces encontraba, en el gorro, una golosina, algo tan valioso como un pedazo de pan negro, una galleta, una zanahoria o una cebolla. Nunca pude sorprender a aquel que me dejaba silenciosamente aquellos regalos. Debo decirles que en aquel tiempo su valor era enorme. Aquellas golosinas sabían a gloria”. La ración de pan que recibían los trabajadores de la radio era de 400 gramos diarios. La de azúcar, 400 gramos al mes.

Nuestro colega periodista Guillermo Ravest, quien trabajó también en los programas para Chile de Radio Moscú junto con su esposa Ligeia Balladares recuerda en un mensaje de saludo enviado desde Ciudad de México, donde viven ambos que “Katia fue testigo presencial el final de la guerra pues estaba en los estudios de Radio Moscú cuando el 9 de mayo de 1945 el legendario locutor Yuri Levitán, encargado durante el conflicto de leer los partes del frente y las comunicaciones oficiales leyó para todos los soviéticos y para el mundo el acta de capitulación del nazismo".
Se casó en 1944, con un joven flaco, feúcho, pero, según dice, de ojos grandes muy expresivos. Se llamaba Anatoli y era director de las emisiones de Radio Moscú para Inglaterra y Estados Unidos. Más tarde se tituló de economista. Cuando estaban de novios ella le dijo: “Somos tan diferentes, ¿qué podemos tener en común?” El respondió: “Hijos”. Era un tipo lacónico.

Para Katia, como para millones de soviéticos, la revelación en toda su amplitud y monstruosidad de los crímenes de Stalin fue un shock. Sin embargo, como ella misma lo reconoce a partir de 1937, el año de las grandes purgas, había rumores, se hablaba de represiones, de detenciones, de espionaje extranjero. Ella nunca fue militante comunista. Como la mayor parte de sus compatriotas vivió con el miedo pegado al cuerpo. En su velador mantenía un pequeño envoltorio con las cosas indispensables para la eventualidad de que la detuvieran a medianoche. Algunos de sus compañeros de trabajo desaparecían y jamás se volvía saber de ellos. Pero nadie se atrevía a hablar de ellos, ni a nombrarlos siquiera. A Leonardo Cáceres, que le hizo una larga entrevista cuando estuvo en Chile en 1995, Katia le contó: “Yo no sabía mucho, nadie sabía mucho. Mucha gente pensaba que Stalin tampoco sabía y le escribía cartas pidiéndole que investigara...” (De paso: para escribir estas notas he saqueado sin escrúpulos ese excelente material así como las charlas radiales de Katia).

A fines de los años 80, el proceso que condujo a la inevitable caída del régimen soviético produjo, entre otros efectos, la reaparición de muchos demonios, que se creían sepultados para siempre y que, de hecho, el sistema socialista había contenido: disputas territoriales, rivalidades étnicas, guerra locales y, sobre todo, el antisemitismo. Katia sintió en carne propia sus efectos. Y su hija Marina, economista, se sintió atemorizada y asfixiada. Los pequeños incidentes odiosos, las llamadas telefónicas amenazantes, los rumores de pogromo le hicieron la vida imposible en Moscú. En 1991 la familia decidió emigrar a Israel. Katia partió con lo puesto, 100 dólares en la cartera y unos pocos recuerdos familiares, junto con su hija y su yerno.

Una vez más le tocó reiniciar su vida en un país extraño. No le resultó fácil. En el breve y precioso discurso que pronunció en 1995 en la comida que le ofrecimos sus amigos en el restaurante “Fra Diavolo” Katia dijo:
“Estoy profundamente unida al pueblo ruso. Me une a él todo un período de la historia de mi Patria. Hemos pasado innumerables pruebas, tanto en tiempos de paz, como en los aciagos días de la II guerra mundial. No obstante a que ahora vivo en Israel, mi Patria es Rusia, la tierra donde nacieron mis hijos y mis nietos. Echo de menos a mis amigos, mi casa, las calles, incluso el duro invierno de Moscú…El pulo ruso s bondadoso, resistente, está templado en la lucha constante por sobrevivir y yo estoy segura que vendrán para él tiempos mejores. Lo deseo de todo corazón”.
Y más adelante dijo: “Me preguntan por qué emigré a Israel… En el corazón de cada judío arde una llamita de amor a su tierra. Hemos soñado siempre, nosotros los judíos, con poseer nuestra propia tierra y poder sentirnos orgullosos de ella… [..] Esa llama que llevamos en el corazón arde con más fuerza atizada por los recuerdos, las tradiciones, los hábitos de los padres y los abuelos… Por raro que parezca, nosotros los alim, es decir, los recién llegados, nos sentimos parte del pueblo israelí, nos sentimos en casa. Aunque no siempre estamos de acuerdo con el fanatismo religioso de algunos, respetamos las tradiciones porque son precisamente esas tradiciones las que lo han conservado unido. […] La emigración es dolorosa, pero yo sé que mis hijos y mis nietos vivirán a gusto en esta tierra, que los protegerá de humillaciones, pogromos, persecuciones e injusticias. Por eso estoy en esta tierra que se llama Israel”.

Naturalmente, en ese discurso, ella habló principalmente de su relación con Chile. En 1989, invitada por un grupo de amigos chilenos, viajó con rumbo a Santiago. En Buenos Aires debía recibir la visa para entrar a Chile. La dictadura estaba llegando a su fin, pero seguía en el poder. Esperó algún tiempo hasta que resultó evidente que no le permitirían entrar a Chile. El punto más cercano a nuestro territorio al que llegó fue Mendoza. Hasta allí viajamos media docena de chilenos y chilenas para saludarla y acompañarla en aquel momento amargo. Pudo llegar finalmente a nuestro país en 1995. Entonces, en la sala del restaurante “Fra Diavolo” repleta dijo:

“Queridos amigos: me siento infinitamente feliz. Se cumplió la ilusión más grande de mi vida y la verdad es que aún no lo creo. Estoy feliz de conocerlos personalmente. Durante todos estos años he mantenido correspondencia con miles de chilenos, y a lo mejor entre ustedes hay algunos de ellos. Los chilenos con quienes tuve la suerte de trabajar son para mí como hermanos y todos ustedes son mi gran familia chilena. Aun me parece un milagro de la Tierra Santa donde vivo ahora, pero ese milagro no podría haberse realizado sin la generosidad de todos ustedes.

Lamentablemente, algunos de mis amigos ya no están. Como hubiera querido darle un fuerte abrazo a mi insuperable compañero de micrófono René Largo Farías, con el que teníamos una gran amistad. A don Orlando Millas, con el que mantuve correspondencia hasta los últimos días de su vida y cuyas cartas, llenas de optimismo no obstante su grave estado de saludo guardo como un recuerdo preciado.
Me siento feliz de tener tantos amigos chilenos con quienes conversé noche a noche durante tantos años. Muchos de ustedes habrán oído el programa Escucha Chile. Es digno de ser recordado y debe figurar como testimonio de una parte de la historia de Chile.”

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